El agua, fuente de vida, ocupa el ochenta por ciento de la superficie de la tierra. Sin este precioso líquido el planeta quedaría convertido en un enorme desierto, donde el desarrollo y la supervivencia de las especies animales y vegetales, así como la de los seres humanos, sería del todo insostenible.
A pesar de que para mucha gente el problema del agua se soluciona con el simple acto de abrir un grifo, aproximadamente un cuarenta por ciento de la población mundial soporta los efectos de la escasez y de la sequía.
De toda el agua que disponemos, sólo un 0,01 por ciento es aprovechable.
La escasez y la creciente contaminación de este líquido, unido a la falta de lluvia y a la desertización terrestre, que se puede observar en nuestro Planeta, año tras año, generan alarmantes situaciones entre la población.
En los países en vías de desarrollo, el consumo de agua en condiciones sanitarias nada o muy poco adecuadas se cobra anualmente en torno a los diez millones de muertos.
El agua ya no es un bien renovable e ilimitado. Sus reservas son bien escasas y algunos países como Israel, Malta o Libia viven ya por encima de su potencial de agua.
A otros les queda poco camino por recorrer para desembocar en idéntica situación, como es el caso de Chipre, Egipto y Túnez. En algunos países, el agua cuesta casi como si de petróleo se tratara.
Para hacer frente al constante aumento de la demanda de agua por el crecimiento de la población es imprescindible una distribución adecuada y una cuidada gestión de los ya frágiles recursos hídricos disponibles; sólo así se podrá garantizar el abastecimiento de agua en condiciones óptimas a todos los habitantes del Paneta.
De las medidas que adopten las autoridades y de la actitud individual de los ciudadanos dependerá única y exclusivamente el que continuemos o no calmando nuestra sed con este preciado líquido en un futuro nada lejano.
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